Tom Turley trabaja en catástrofes humanitarias y lleva 28 años corriendo el Encierro. Su historia es increíble.
La primera vez que el neoyorquino Tom Turley puso el pie en Pamplona fue en 1987, por Sanfermin. Al poco de llegar, le cayó una estrella en su kalimotxo. Conoció por casualidad a un abogado estadounidense, Ray Mouton, que le hizo un regalo increíble: cinco noches gratis en el mítico Hotel La Perla donde solía hospedarse el escritor Hemingway. A cambio, él se comprometía a regresar cada 6 de julio. De momento, ha cumplido. Y cada 5 de julio vuela desde Colorado, en Estados Unidos, a Pamplona.
La entrevista transcurre en el Caballo Blanco de Pamplona, punto de encuentro para muchos fiesteros locales y guiris, tomando un gintonic.
Llegas como estudiante, sin mucha pasta, y acabas en un hotel cinco estrellas. ¿Es cierta la historia o fruto de una juerga sanferminera?
Totalmente cierta. Primero conocí al hijo de Ray Mouton, Todd, charlando en una terraza. Me presentó a su padre, me preguntó dónde iba a dormir, le dije que en un parque, y me hizo la proposición: “Si me prometes que volverás los próximos Sanfermines, te dejo que duermas en el Hotel La Perla compartiendo habitación con mis hijos”.
Y aceptaste, claro.
Sí, sí, y los dos años siguientes también pude compartir la habitación con sus hijos en el mismo hotel.
¿Quién era este hombre, un millonario?
No, qué va. Ray Mouton entonces era un abogado con bastante prestigio. Nació en Nueva Orleans. Ahora ya está retirado, se dedica a escribir, vive en la localidad francesa de San Juan de Pie de Port. Le encanta Europa. En 2002 publicó un libro sobre Pamplona y la fiesta.
Sigues viniendo desde entonces. ¿Cómo te has apañado después?
Conocí a una amiga muy cercana a la peña taurina de los americanos y durante mucho tiempo me dejaba un piso en el casco viejo para quedarme, hasta que lo vendió. Ahora me suelo alojar en el Hotel Eslava, que son como mi familia aquí.
¿A qué te dedicas profesionalmente?
Estudié Economía y Filosofía, pero luego hice un par de masters en relaciones internacionales y trabajo social. Me dedico a temas de ayuda humanitaria. Trabajo para una oenegé americana, Americares, con la que viajo a las zonas donde ocurren catástrofes, como los terremotos de Haití e Indonesia, por ejemplo.
¿Cuál es tu labor cuando trabajas?
Dirijo proyectos de logística, hago un poco de todo, “jack-of-all-trades”, chico para todo. Si va a llegar un avión con medicinas, lo organizamos todo para transportarlas en camiones desde el aeropuerto al lugar que corresponda. A veces colaboramos con otra oenegé que tiene sede en un país donde no tenemos oficinas, entonces ellos son nuestro consignatario, y voy para averiguar que está todo conforme a nuestra reglas, verifico, hago el reporte…
¿Sueles estar en contacto con la gente o tu labor se ciñe a la logística?
Bueno, no me toca vivirlo tan en directo como a los equipos médicos, pero sí veo mucho. Mis amigos me dicen “qué bueno que vas allá”, pero para mí es lo normal. A veces se me pega el sufrimiento que veo, pero me he acostumbrado.
Entre tanto viaje, ¿cuál es el lugar que más te ha impactado?
(Tom se pone serio y se toma un respiro antes de contestar). Sin duda, Ruanda, en el 94. Fui a Tanzania porque había 250.000 refugiados que habían huido de Ruanda. Era mi primera vez en África, y flipé. Me tocaba mucho aquel sufrimiento… Visitando un hospital, pasamos por un parque con niños: me fijé en un muchacho unos cuatro años, guapísimo, con una venda en la cabeza. Pregunté qué le había pasado. “Un golpe con machete”, me dijeron. No me lo podía creer. Para mí fue terrible.
¿Tuviste que trabajar en esa zona mucho tiempo?
Todos salían de Ruanda hacia Zaire, un millón de refugiados. Me enviaron allí y a Goma. Se desató una epidemia de cólera y cada día morían entre 3.000 y 4.000 personas. Cada mañana, cuando íbamos a los campos de refugiados, veíamos montones de cuerpos enrollados en mantas para que se los llevara luego un camión. Un horror. Eso fue lo más duro, y todavía hoy me duele al recordarlo.
Pero, ¿estuviste en Ruanda?
Fuimos semanas después, para montar un centro de salud. Buscando un espacio entré en una escuela y había un cuerpo muerto, y muchas marcas de balas y sangre en las paredes, porque habían matado a varias personas allí. Y Ruanda es un país tan bonito, la gente es tan maja fuera del conflicto…
También estuviste en Banda Aceh, cuando el tsunami. ¿También te impactó?
Sí claro, pero lo de Indonesia era un desastre natural, el más grande que he visto, pero no como el de Ruanda, que fue producido por la humanidad.
Tú llevas muchos años corriendo todos los días el encierro. ¿Cómo fue tu primera vez?
En el 87, el último día de Sanfermin. Aparqué la juerga ese día y me acosté pronto. El plan era correr en Telefónica. Me dijeron que si había montón en el callejón, me tirase al suelo o subiera al vallado. Entonces yo no hablaba nada castellano, pero conocía la palabra “mira”. Ese día corrían los Miura, y sabía que eran los más peligrosos y tal. De pronto mientras corría escuché “mira, mira, mira”. Y me tiré al suelo debajo del vallado. Me pareció todo tan rápido… que casi no me entero. Pero ese gusanillo me atrapó para siempre.
¿Tienes una estrella en Pamplona?
Sí, la ciudad me ha tratado de maravilla. El primer año cuando conocí a americanos que llevaban 20 o 25 años viniendo pensaba que estaban locos. Pero después de correr el encierro me dieron más ganas de volver, de conocer gente, de hacer amigos… Luego aprendí español… y los amigos del encierro decían “éste vuelve”.
¿Dentro del encierro se hacen buenos amigos?
Sí, y seguimos en contacto todo el año. Es un sentimiento de hermandad. Compartir con ellos ese momento antes del encierro es muy especial, porque siento que me han aceptado.
Para correr el encierro hay que estar en forma. ¿Practicas algún deporte?
Esquiar, bici de montaña, bici de pista, kite-surf… Durante algunas temporadas hago a diario, pero no siempre.
A parte del encierro, ¿qué más te gusta de las fiestas?
El Txupinazo, me encanta ver el cambio que experimenta la ciudad el 6 de julio, por eso intento llegar la víspera, el día 5. Con el tiempo he aprendido a apreciar otros momentos, como la Procesión del día 7, que me la enseñó un amigo americano: escuchar a Mari Cruz Corral cantar una jota a San Fermín me impactó mucho, cantaba con tanta pasión que una vez se desmayó.
Los de Pamplona somos muy fans de la Comparsa de gigantes y cabezudos. ¿Y tú?
El otro día pasé por el hotel para coger una chaqueta y dinero, y en el vestíbulo estaban Caravinagre y otro cabezudo cambiándose: me quedé mirándolos como un niño.
Otra parte de la liturgia sanferminera son las corridas de toros. ¿Te van?
A los toros voy una vez al tendido de sol, con mis amigos, y otra, como mínimo, a sombra, con un buen asiento. Es una tradición de España muy antigua, quién soy yo para criticarla. O te gusta o no te gusta. Por lo menos, esos toros han vivido muy bien en el campo durante cuatro años. Los mansos corren peor suerte y se transforman en chuletón.
Cuando vas por las calles, ¿bailas con las txarangas de las peñas?
Sí, aunque voy un poco más tranquilo cada año… Los primeros días suelo tener más energía. Es muy bonito correr el último encierro y después celebrar que hemos sobrevivido, que lo logramos, y hacer unas risas.
¿Nunca te ha pillado el toro?
Sí, después de 26 años corriendo, un día ocurrió. Y me vio mi madre desde un balcón. Cuando murió mi padre, la invité a venir a Pamplona. Ella tenía 78 años. Hicimos un plan de viaje perfecto: vendría el 10 de julio y el 12 nos íbamos a San Sebastián porque su mejor amiga estaba allí de vacaciones.
¿Tu madre te vio correr el encierro en vivo y en directo?
Pues sí… era el día 12, ella estaba con Ray Mouton en un balcón, y yo abajo, en la curva de Mercaderes, frente a la tienda de Kukuxumusu. Subía la calle Estafeta corriendo y vi que un chico delante de mí se iba a caer, pensé que no le daría tiempo a incorporarse y decidí saltar por encima pero… se levantó, choqué con él, pasó la manada, me quedé quieto: venían dos mansos y dos toros por detrás; a otro mozo que estaba en el suelo, uno de los mansos lo saltó, pero a mí me pisó con la pezuña en la espalda y me rompió 4 costillas. Pasé cuatro días en el hospital.
Vaya trago para tu madre. ¿Cómo reaccionó?
Ella me quería llevar a Nueva York pero la convencí de que nos quedáramos y la madre de un amigo, Txapo, la acompañó en autobús hasta Donostia para reunirse con su amiga. ¿Qué habría pasado en el cosmos para que, después de 26 años corriendo el encierro, el único día en que mi madre estaba viéndome, yo acabara en el hospital?
Bueno, pero no fue nada grave…
Sí, y al final, la experiencia resultó muy positiva porque ella pudo conocer a mis amigos de aquí, no sólo a los americanos, y vio todo lo bueno que yo recibo en Pamplona.
Foto: Javier Martinez de la Puente