¿De dónde sale tanta gente?

Si te van las culturas, los idiomas, la vida internacional, la mezcla… los nueve días de Sanfermin la ciudad se transforma en una caótica torre de Babel donde se pueden chapurrear lenguas varias, ligar con personajes variopintos o aprender geografía bailando con una txaranga.

La primera vez que llegas, alucinas con tanta peña. Luego te acostumbras. Ríos de gente vestida de blanco y rojo callejean a todas horas por el casco viejo. Y llegan de todos los rincones del planeta atraídos por la fiesta.

Cada año nos sorprenden diferentes visitantes. El pasado, por ejemplo, tuvimos gran afluencia de rusos. Éste, en cambio, han sido los terrícolas de ojos rasgados venidos desde China, Corea y Taiwan, quienes más interés han mostrado en conocer el jaleo sanferminero. Alguno se ha dejado ver corriendo el encierro.

Muchos de ellos han contratado su viaje a través de nuestra página web. Prefieren despreocuparse de todo el rollo (búsqueda de hotel, alquiler de balcón para ver el encierro, un sitio donde disfrutar del txupinazo sin pringarte, entradas para los toros, etc.) y dejarse guiar por un equipo local que le mostrará la fiesta desde dentro.

Nosotros de la fiesta sabemos un huevo –en esta web te damos consejos, te explicamos la historia, te guiamos por el laberinto sanferminero– pero de alojamientos casi nada. Así que dejamos en manos de un colaborador como Destino Navarra para que se encargan de esas tareas de logística. Mikel Ollo y su equipo de guías locales ‘pastorean’ a los turistas durante los nueve días de Sanfermin. Y están disponibles y atentos por si falla algo.

Este año, alrededor de 900 turistas de 35 países diferentes han confiado en nuestros servicios de asesoramiento turístico. Algunos de ellos repiten. Como los portugueses Pedro y Marina, que este año han vuelto, acompañados de sus dos hijos adolescentes. Y a juzgar por sus caras, se lo pasaron pipa.

Si alguien tiene duda de cómo va esto, que hablen con la pareja ganadora del sorteo de nuestro 26 Anibestiario. Vivieron una juerga cinco estrellas que, seguro, recordarán por mucho tiempo.

Entre los extranjeros, el turista estadounidense es, de lejos, el más numeroso. La estela que dejó Hemingway se deja notar, aunque también han venido más anglosajones de otros lugares, como la cercana Gran Bretaña e incluso desde las antípodas, de Australia y Nueva Zelanda.

A los anglófonos les siguen, por número, hispanohablantes de México, Venezuela y Argentina y, en menor medida, de Paraguay, Ecuador y Perú. Dentro de Europa, nuestras fiestas han atraído sobre todo a franceses, alemanes, suecos y noruegos.

Foto: sanferminbylocals.com

Una estrella cayó en el kalimotxo de Tom Turley

Tom Turley trabaja en catástrofes humanitarias y lleva 28 años corriendo el Encierro. Su historia es increíble.

La primera vez que el neoyorquino Tom Turley puso el pie en Pamplona fue en 1987, por Sanfermin. Al poco de llegar, le cayó una estrella en su kalimotxo. Conoció por casualidad a un abogado estadounidense, Ray Mouton, que le hizo un regalo increíble: cinco noches gratis en el mítico Hotel La Perla donde solía hospedarse el escritor Hemingway. A cambio, él se comprometía a regresar cada 6 de julio. De momento, ha cumplido. Y cada 5 de julio vuela desde Colorado, en Estados Unidos, a Pamplona.

La entrevista transcurre en el Caballo Blanco de Pamplona, punto de encuentro para muchos fiesteros locales y guiris, tomando un gintonic.

Llegas como estudiante, sin mucha pasta, y acabas en un hotel cinco estrellas. ¿Es cierta la historia o fruto de una juerga sanferminera?
Totalmente cierta. Primero conocí al hijo de Ray Mouton, Todd, charlando en una terraza. Me presentó a su padre, me preguntó dónde iba a dormir, le dije que en un parque, y me hizo la proposición: “Si me prometes que volverás los próximos Sanfermines, te dejo que duermas en el Hotel La Perla compartiendo habitación con mis hijos”.

Y aceptaste, claro.
Sí, sí, y los dos años siguientes también pude compartir la habitación con sus hijos en el mismo hotel.

¿Quién era este hombre, un millonario?
No, qué va. Ray Mouton entonces era un abogado con bastante prestigio. Nació en Nueva Orleans. Ahora ya está retirado, se dedica a escribir, vive en la localidad francesa de San Juan de Pie de Port. Le encanta Europa. En 2002 publicó un libro sobre Pamplona y la fiesta.

Sigues viniendo desde entonces. ¿Cómo te has apañado después?
Conocí a una amiga muy cercana a la peña taurina de los americanos y durante mucho tiempo me dejaba un piso en el casco viejo para quedarme, hasta que lo vendió. Ahora me suelo alojar en el Hotel Eslava, que son como mi familia aquí.

¿A qué te dedicas profesionalmente?
Estudié Economía y Filosofía, pero luego hice un par de masters en relaciones  internacionales y trabajo social. Me dedico a temas de ayuda humanitaria. Trabajo para una oenegé americana, Americares, con la que viajo a las zonas donde ocurren catástrofes, como los terremotos de Haití e Indonesia, por ejemplo.

¿Cuál es tu labor cuando trabajas?
Dirijo proyectos de logística, hago un poco de todo, “jack-of-all-trades”, chico para todo. Si va a llegar un avión con medicinas, lo organizamos todo para transportarlas en camiones desde el aeropuerto al lugar que corresponda. A veces colaboramos con otra oenegé que tiene sede en un país donde no tenemos oficinas, entonces ellos son nuestro consignatario, y voy para averiguar que está todo conforme a nuestra reglas, verifico, hago el reporte…

¿Sueles estar en contacto con la gente o tu labor se ciñe a la logística?
Bueno, no me toca vivirlo tan en directo como a los equipos médicos, pero sí veo mucho. Mis amigos me dicen “qué bueno que vas allá”, pero para mí es lo normal. A veces se me pega el sufrimiento que veo, pero me he acostumbrado.

Entre tanto viaje, ¿cuál es el lugar que más te ha impactado?
(Tom se pone serio y se toma un respiro antes de contestar). Sin duda, Ruanda, en el 94. Fui a Tanzania porque había 250.000 refugiados que habían huido de Ruanda. Era mi primera vez en África, y flipé. Me tocaba mucho aquel sufrimiento… Visitando un hospital, pasamos por un parque con niños: me fijé en un muchacho unos cuatro años, guapísimo, con una venda en la cabeza. Pregunté qué le había pasado. “Un golpe con machete”, me dijeron. No me lo podía creer. Para mí fue terrible.

¿Tuviste que trabajar en esa zona mucho tiempo?
Todos salían de Ruanda hacia Zaire, un millón de refugiados. Me enviaron allí y a Goma. Se desató una epidemia de cólera y cada día morían entre 3.000 y 4.000 personas. Cada mañana, cuando íbamos a los campos de refugiados, veíamos montones de cuerpos enrollados en mantas para que se los llevara luego un camión. Un horror. Eso fue lo más duro, y todavía hoy me duele al recordarlo.

Pero, ¿estuviste en Ruanda?
Fuimos semanas después, para montar un centro de salud. Buscando un espacio entré en una escuela y había un cuerpo muerto, y muchas marcas de balas y sangre en las paredes, porque habían matado a varias personas allí. Y Ruanda es un país tan bonito, la gente es tan maja fuera del conflicto…

También estuviste en Banda Aceh, cuando el tsunami. ¿También te impactó?
Sí claro, pero lo de Indonesia era un desastre natural, el más grande que he visto, pero no como el de Ruanda, que fue producido por la humanidad.

Tú llevas muchos años corriendo todos los días el encierro. ¿Cómo fue tu primera vez?
En el 87, el último día de Sanfermin. Aparqué la juerga ese día y me acosté pronto. El plan era correr en Telefónica. Me dijeron que si había montón en el callejón, me tirase al suelo o subiera al vallado. Entonces yo no hablaba nada castellano, pero conocía la palabra «mira». Ese día corrían los Miura, y sabía que eran los más peligrosos y tal. De pronto mientras corría escuché «mira, mira, mira». Y me tiré al suelo debajo del vallado. Me pareció todo tan rápido… que casi no me entero. Pero ese gusanillo me atrapó para siempre.

¿Tienes una estrella en Pamplona?
Sí, la ciudad me ha tratado de maravilla. El primer año cuando conocí a americanos que llevaban 20 o 25 años viniendo pensaba que estaban locos. Pero después de correr el encierro me dieron más ganas de volver, de conocer gente, de hacer amigos… Luego aprendí español… y los amigos del encierro decían “éste vuelve”.

¿Dentro del encierro se hacen buenos amigos?
Sí, y seguimos en contacto todo el año. Es un sentimiento de hermandad. Compartir con ellos ese momento antes del encierro es muy especial, porque siento que me han aceptado.

Para correr el encierro hay que estar en forma. ¿Practicas algún deporte?
Esquiar, bici de montaña, bici de pista, kite-surf… Durante algunas temporadas hago a diario, pero no siempre.

A parte del encierro, ¿qué más te gusta de las fiestas?
El Txupinazo, me encanta ver el cambio que experimenta la ciudad el 6 de julio, por eso intento llegar la víspera, el día 5. Con el tiempo he aprendido a apreciar otros momentos, como la Procesión del día 7, que me la enseñó un amigo americano: escuchar a Mari Cruz Corral cantar una jota a San Fermín me impactó mucho, cantaba con tanta pasión que una vez se desmayó.

Los de Pamplona somos muy fans de la Comparsa de gigantes y cabezudos. ¿Y tú?
El otro día pasé por el hotel para coger una chaqueta y dinero, y en el vestíbulo estaban Caravinagre y otro cabezudo cambiándose: me quedé mirándolos como un niño.

Otra parte de la liturgia sanferminera son las corridas de toros. ¿Te van?
A los toros voy una vez al tendido de sol, con mis amigos, y otra, como mínimo, a sombra, con un buen asiento. Es una tradición de España muy antigua, quién soy yo para criticarla. O te gusta o no te gusta. Por lo menos, esos toros han vivido muy bien en el campo durante cuatro años. Los mansos corren peor suerte y se transforman en chuletón.

Cuando vas por las calles, ¿bailas con las txarangas de las peñas?
Sí, aunque voy un poco más tranquilo cada año… Los primeros días suelo tener más energía. Es muy bonito correr el último encierro y después celebrar que hemos sobrevivido, que lo logramos, y hacer unas risas.

¿Nunca te ha pillado el toro?
Sí, después de 26 años corriendo, un día ocurrió. Y me vio mi madre desde un balcón. Cuando murió mi padre, la invité a venir a Pamplona. Ella tenía 78 años. Hicimos un plan de viaje perfecto: vendría el 10 de julio y el 12 nos íbamos a San Sebastián porque su mejor amiga estaba allí de vacaciones.

¿Tu madre te vio correr el encierro en vivo y en directo?
Pues sí… era el día 12, ella estaba con Ray Mouton en un balcón, y yo abajo, en la curva de Mercaderes, frente a la tienda de Kukuxumusu. Subía la calle Estafeta corriendo y vi que un chico delante de mí se iba a caer, pensé que no le daría tiempo a incorporarse y decidí saltar por encima pero… se levantó, choqué con él, pasó la manada, me quedé quieto: venían dos mansos y dos toros por detrás; a otro mozo que estaba en el suelo, uno de los mansos lo saltó, pero a mí me pisó con la pezuña en la espalda y me rompió 4 costillas. Pasé cuatro días en el hospital.

Vaya trago para tu madre. ¿Cómo reaccionó?
Ella me quería llevar a Nueva York pero la convencí de que nos quedáramos y la madre de un amigo, Txapo, la acompañó en autobús hasta Donostia para reunirse con su amiga. ¿Qué habría pasado en el cosmos para que, después de 26 años corriendo el encierro, el único día en que mi madre estaba viéndome, yo acabara en el hospital?

Bueno, pero no fue nada grave…
Sí, y al final, la experiencia resultó muy positiva porque ella pudo conocer a mis amigos de aquí, no sólo a los americanos, y vio todo lo bueno que yo recibo en Pamplona.

Foto: Javier Martinez de la Puente

Los guiris love la Fiesta

Kurt Davies (en la foto) lleva desde enero viajando por el mundo. Tras graduarse en la universidad, salió de su paradisíaca tierra a la aventura. Este neozelandés de 22 años ha recorrido 25 países y no ha querido perderse Sanfermin. Ha dormido unas horas en un parque, se ha vestido de blanco riguroso y luego se ha ido a correr el encierro.

La experiencia ha sido, reconoce, lo más increíble que ha hecho en su vida. Pero una cornada que ha visto a un palmo de sus narices le ha quitado las ganas de volver a correr.

Y es que hoy el encierro nos ha dejado imágenes insólitas y varios heridos por asta de toro. El más grave, un estadounidense de 20 años que corría en la Cuesta de Santo Domingo. Quizás también se estrenaba en el encierro, pero ha tenido peor suerte que Kurt.

Este viernes 10 de julio se cumplió un año de la cogida de otro norteamericano, Bill Hillmann. La suya fue una cornada muy ruidosa porque había escrito un capítulo del libro «Cómo sobrevivir en el encierro». Pero él no se ha rendido como Kurt sino más bien lo contrario: encontró inspiración para su siguiente libro, ya a la venta, «Mozos». Y ha vuelto para correr cada día como hace desde hace 11 años.

Sanfermin embruja a muchos guiris. Caen seducidos por esa combinación de toros y fiesta en la calle. Ayer Kukuxumusu entregaba el Premio al Guiri de este año, el francés Jean Pierre Gonnord. Al acto acudieron varios de los premiados en anteriores ediciones y amigos suyos. Como el inglés Frank Taylor, campeón de natación, que ha preferido venir a Sanfermin en lugar de competir con otros ‘delfines’ como él en Rusia.

¿Qué encuentran los guiris aquí? La noruega Maggie viene desde hace treinta años sin interrupción. Viene a ver toros y a bailar. Dice que en su país no hay lugares donde se pueda bailar a cierta edad. Y le fascina que estos días en Pamplona bailemos a todas horas, en todas partes, jóvenes y mayores. Viéndola moverse cuesta creer que esta nórdica, funcionaria de Educación especializada en políticas sociales, criada en Nueva York, de madre bailarina, apasionada por el flamenco, sólo pueda bailar a su aire estos días.

A la rusa Anna Nelubova, Guiri 2014, no la veo bailar, pero me cuenta que los toros le cambiaron la vida. Vive entre Moscú y Málaga, intentando atrapar la belleza de esos bichos con sus pinceles y con la cámara de fotos. Cuando el Ballet Ruso está de gira por España, ella lo acompaña como fotógrafa y también ayudante. En vez de vestir al torero, como hacen los mozos de espadas, ella asiste a los bailarines con su indumentaria.

Toros y baile. Los guiris andan embrujados estos días por nuestras calles. Observan fascinados nuestras costumbres ancestrales. Algunos se pillan unas cogorzas monumentales. Otros deambulan sonrientes con cara de «no me lo puedo creer». Si los ves saltando con las peñas, a lo mejor el hechizo ha hecho su efecto y el año que viene volverán.

Sin ellos Sanfermin no sería lo mismo. Nos han abierto los ojos y el corazón. Por eso en Kukuxumusu les dedicamos un merecido premio. Porque los queremos mucho.

«Me muero de miedo»

Los encierros de Pamplona dejan siempre imágenes electrizantes. Los toros corren tan rápido que es un visto y no visto. Pero el encierro comienza bastante antes de las 8 de la mañana. Los minutos previos al comienzo de la carrera, los corredores y corredoras –que aunque muchas menos, las hay– se agrupan en una especie de manada humanoide para darse ánimo, calor, abrazos. Saben que se juegan mucho en unos segundos.

Si ves el encierro desde un balcón bien situado, a poco que observes percibirás que algo importante está a punto de suceder. Las caras de los corredores que saben de qué va la fiesta hablan solas. En silencio. Se miran. Se buscan. Como los buenos amigos. En esos 30 minutos de espera, la camaradería se impone. Y si pudiéramos filmar todo lo que pasa por sus cabezas, fliparíamos.

Sin embargo, los 875 metros del encierro comprenden tramos que escapan a la vista desde un balcón. Ocurre, por ejemplo, en el callejón que escupe a toros, mansos y corredores a la Plaza de Toros, ya casi en el final. Allí son los fotógrafos y los cámaras de televisión quienes ven por nosotros.

Hoy 7 de julio corrían los temidos toros de la ganadería extremeña Jandilla. Unos bestias con alas. Me recordaban a los velocistas de los cien metros, como el jamaicano Usain Bolt. Han corrido sin entretenerse, seguros, directos, lanzados. Con algún que otro momento de miedo pero sin grandes sobresaltos. Y al igual que cada año, a los pocos minutos de terminar lo hemos contado en imágenes.

En un rápido vistazo al resumen fotográfico del encierro, uno siempre busca los cuernos cerca de algún corredor, la vuelta por los aires, el quiebro, las caras de susto… Y se nos escurren los pequeños detalles.

A mí hoy me ha atrapado esta corredora, la de la foto, que en medio del callejón chorreado de sol se lleva las manos a la cabeza, y se encoge como una croqueta temiendo lo peor. Los demás siguen, ella se para. ¿Qué ha pasado? ¿El miedo la ha paralizado? ¿Cuántas pulsaciones tiene en esos segundos? ¿Es suyo el pañuelo bajo sus pies? ¿Es su primera vez? ¿Sabía de qué va la fiesta?

Como tantas preguntas, se quedarán en el aire, o en el ruedo. Imposible dar con ella entre la marabunta de gente. El pintor Antonio Eslava interpreta el encierro como una danza. Ancestral. Y contemporánea. Bella. Poética.

La postura y el gesto de esta chica podrían inspirar una coreografía. Aunque aquí en este caso no es imaginaria. Oigo su voz en mi cabeza: «Me muero de miedo. ¡No puedo más!». Y cuando parece que llega el final, el toro ha pasado sin ver que estabas ahí, acojonada.

¿Qué haces aquí, Hemingway, sin tunearte de blanco?

Estos días por Pamplona se dejan ver unos cuantos dobles de Hemingway, barbiblancos, con generosas carnes y aspecto de abuelo de Heidi. Hoy hemos pillado a uno de ellos in fraganti, sin tunear, el que sale en la foto. Bueno, a lo mejor es el mismísimo Hemingway, que se ha reencarnado para pasearse de incógnito y revivir su fiesta preferida.

A Hemingway Pamplona le debe mucho: sus escritos y reflexiones sobre la fiesta pusieron esta ciudad en el mapa del mundo. Miles de personas vienen cada año atraídas por lo que se cuenta de los Sanfermines. La mayoría nunca ha leído “Fiesta”, ni lo hará nunca, pero les suena que aquí pasan cosas increíbles, como que todo el mundo se viste de blanco.

Hoy ya estamos en pleno follón festivo. Una parisina de origen navarro ha encendido la mecha del Txupinazo. Su abuelo, Honorino Arteta, logró escapar a Francia, con un balazo en la pierna. El resto de sus 21 amigos y compañeros, todos republicanos, como él, no tuvieron tanta suerte. Era el 23 de agosto de 1936, en plena guerra civil.

Honorino formaba parte de la peña La Veleta, fundada en 1931 por gente de origen humilde y de clase obrera. Ese año Hemingway también vino a los Sanfermines. Los de esta Peña querían distinguirse de alguna forma durante las fiestas, y eligieron vestirse todos igual, con un sencillo atuendo blanco, popular, asequible para todos.

Desde entonces, Pamplona por Sanfermin se viste de blanco y rojo. La mayoría de los visitantes también cumple casi a rajatabla con el ritual. Si llegas a Pamplona en medio de las fiestas, te metes en la parte vieja y no vas tuneado de Sanfermin, cantas mogollón. Te sientes como un marciano. Y no te queda otro remedio que pillar camiseta, pantalón y pañuelo.

Durante muchos años, el traje era blanco impoluto. Hasta que un día a tres amigos se les ocurrió una majadería: diseñar una camiseta, hacer una tirada y venderla por las calles durante las fiestas. Así conseguirían pagarse sus kalimotxos. A la gente le gustó… y aquello marcó el comienzo de nuestra marca, Kukuxumusu, el beso de pulga ‘cocido’ entre kalimotxos.

Hoy en Pamplona por Sanfermin conviven los atuendos blanco impecable con una gran variedad de estilos, dibujos, frases, ocurrencias.

Este año cumplimos 26 Sanfermines reinventando la fiesta con los lápices. Y para celebrarlo hemos resumido el recorrido del Encierro en la camiseta del año, con todos los puntos de interés. Para que la gente de Pamplona pueda chulear del Casco Viejo y para que los turistas sepan lo que no deberían perderse. Así cuando se la lleven de aquí podrán contar sus historietas sin tener que poner el dedo sobre un mapa.

Ya huele a testosterona

Me he puesto a contar cabezas en esta foto. Pero es un mareo. Calculo unas cien. Podría ser una paella con mogollón de langostinos. Sólo veo dos gambas, quizás haya alguna más, escondida. Una frunce el ceño, la otra enarca las cejas. A saber qué están pensando.

«Apesta a testosterona», dice la rubia. «Quién me manda a mí meterme en esta pocilga», barrunta la morena. Parecen ajenas a la escena machoman rollo ‘Braveheart’ que protagoniza este bicharraco. Un ejemplar fornido en el gimnasio y bien tatuado, como manda la moda. Quizás se estrena en el Txupinazo, porque lleva un bañador y unas estupendas deportivas de marca que dudo mucho las vuelva a calzar. Los que nos sabemos el cuento llevamos unas zapatillas viejas que luego tiramos a la basura.

Esta escena es una de tantas que pueden verse desde un balcón el día 6 de julio, poco antes de las 12 del mediodía, en la plaza del Ayuntamiento de Pamplona. Gambas y langostinos llevan el pañuelo rojo anudado en la muñeca. Es parte del ritual. El traje blanco ha pasado en pocos minutos a un rosa sangría de la barata.

Contamos las horas para el Txupinazo. Hace un calor de infierno. Huele a fiesta por todas las esquinas. Van llegando ‘guiris’ de los lugares más curiosos del planeta. Como los de esta imagen. Pamplona se prepara para el gran estallido.

Si continúa la sofoquina, las noches serán más divertidas. Nos bañaremos en cerveza y nos tiraremos por los parques a reposar la juerga. Vestidos de blanco, nos sentiremos iguales. Por unos días dará igual cuánto tienes en tu cuenta corriente, lo que debes al banco, qué cargo ocupas en la empresa, o si te acaban de despedir…

También vendrán personajes muy ‘vip’, pastosos y poderosos. Les gusta meterse entre la gente jugando al escondite. Pero a nosotros nos da igual. Aquí no hacemos ascos a nadie. En la calle poco importa quién eres, sino qué gracia tienes para bailar, con qué humor te tomas las bromas, si eres capaz de olvidarte por un rato de dónde vienes y a dónde vas.

Sanfermin hipnotiza, si te dejas llevar. La fiesta te integra en una pura anarquía. Una oportunidad de vivir una gran juerga, hacer nuevos amigos, ligar, enrollarte, flipar viendo el encierro, reír sin parar… Ah, y si te ves en la foto o encuentras a algún amigo o amiga entre este mogollón, escríbenos y nos cuentas qué gritaba el musculitos y si al fin logró volar.

Bill Himann con su bicicleta frente a la plaza de toros de Pamplona. ©Mikel Ciáurriz FotoXpasion.com

Un profesor de historia le despertó curiosidad por la física, le enseñó a boxear… y Bill Hillmann llegó a ser campeón del mítico Chicago Golden Gloves

(Segunda parte, de tres) Ver primera parte.

Letras de Itxaso Recondo y fotografía de Mikel Ciáurriz.

Bill Hillmann acaba de regresar del Brooklyn Book Festival, el mayor evento literario público de Nueva York, en donde ha presentado con éxito su novela “The Old Neighborhood”, un retrato de las pandillas callejeras de Chicago. El libro ha sido elegido por el Chicago Sun Times como el mejor libro publicado en 2014, y la prestigiosa Library Journal lo ha seleccionado entre los 30 mejores libros de editoriales independientes. Pero antes de ser escritor, Hillmann descubrió el boxeo, “un arte muy bello” como él lo llama, en el que llegó bastante lejos con los Chicago Golden Gloves. Ya no boxea, pero ese aprendizaje le sirve para correr los encierros.

Durante diez años fuiste boxeador profesional, en 2002 llegaste a campeón del Chicago Golden Gloves. ¿Cómo aprendiste a canalizar tu espíritu combativo de un modo no violento?
El boxeo es un arte, un arte muy bello. Puedes boxear como Mozart, como Picasso, como un bailarín de ballet… en cualquier momento te puede sorprender la belleza de ese momento. Por supuesto, tienes que partir de que sientas dentro de ti una fuerza con cierta furia, pero que si no la controlas alguien que lo vea te puede derrotar en un segundo. Porque cuando estás muy enfadado no puedes ver nada. En el boxeo aprendes rápido que pelear con rabia te hace muy frágil. Utilizarán tu agresividad para hacerte daño. El boxeo no es una pelea, sino una partida de ajedrez. Y debe boxear con tu cabeza.

©Mikel Ciáurriz FotoXpasion.com
©Mikel Ciaurriz FotoXpasion.com

¿Crees que algo así sucede corriendo en el encierro delante de los toros?
Sí, exacto. Sobre todo ocurre con el animal. Porque el animal es muy instintivo. Y correr consiste en dominar ese miedo, seducir al animal para decirle que no hay nada contra lo que luchar, que sólo quieres correr con él, que no le vas a hacer daño, que lo único que debe hacer es ir con sus hermanos de manada. Tú puedes usar su furia como una energía para avanzar en la calle. Eso es lo que intentaba hacer antes de que el toro me pillara, atraerlo, seducirlo y calmarlo para que siguiera su carrera. De eso va el arte de correr el encierro. Coger el miedo, la furia y la confusión de los animales, seducirlos, calmarlos, y enseñarles que lo único que hay que hacer es correr por esa calle. Eso es todo. No hay razón para pararse ni atacar. Simplemente, ¡vamos!

En la primera entrevista dijiste que ya no boxeas porque te obsesionas con ello. ¿Todavía sientes esa pulsión por pelear?
Siempre he vivido con un fuerte sentimiento de pelea y me lo he trabajado. En parte, por eso me gustan tanto los toros, porque en su fiereza puedo ver la mía, esa parte animal, y sé que es muy potente en mí. Me he peleado con mucha gente en mi época de pandillas callejeras, y lo lamento mucho. Al mismo tiempo, sé que casi nunca está justificado pelear, e incluso puedes evitarlo no acudiendo a lugares peligrosos. Por eso siempre intento aplacar esa furia interior mía. “No tienes que pelear con nadie”, me digo a menudo, incluso cuando alguien me ataca diciéndome algo provocador, no tiene sentido, a no ser que sea para defender a alguien o en defensa propia. No quiero hacer daño a nadie.

¿En qué momento de tu vida sentiste la necesidad de salir de la calle?
Cuando descubrí el boxeo, eso cambió mi vida de forma radical. El hombre que me enseñó a boxear, un cura cristiano, el padre Peter, era un tipo fuerte. Yo era un niño rabioso que creía que podía pelear con cualquiera… Y me di cuenta de que podía pelear, pero no boxear, porque no sabía nada. Él intuía cómo yo me sentía y el primer día que boxeamos me dio 30 ‘jabs’, son golpes de gancho muy básicos que los puedes aguantar, y me arrinconó desde el primero. Le dije: “¿Cómo lo haces?”. Y me empezó a enseñar desde lo más básico. Así empecé.

©Mikel Ciáurriz FotoXpasion.com
©Mikel Ciaurriz FotoXpasion.com

Pasaste de la calle al ring, y luego llegaste a ser campeón de boxeo.
Me hice muy bueno en el boxeo, a la gente le gustaba, era un deporte, un arte que me permitió volver al lado positivo. Cuando por fin sentí que podía controlar mi furia y canalizarla mediante golpes perfectos, y la gente normal y buena me aclamaba por ello (no como en la calle), aquello me hizo volver a relacionarme con la gente buena de mi barrio.

¿Te resultó fácil aprender el arte del boxeo?
Sí, porque me enganchó desde el mismo día en que el padre Peter me tumbó. Me lo tomé como una profesión, aprendí todo lo que pude, y siempre me parecía poco. El padre Peter era también mi profesor de historia en el colegio, el mejor que he tenido en toda mi vida, él conseguía que me interesara en temas que nunca me habían importado lo más mínimo. Me metió el gusanillo. Un día me dijo: “Si estudias duro para este examen, conseguirás una ‘A’”. Nunca había conseguido una ‘A’ en nada. Me lo propuse, y saqué una ‘B’. Para el siguiente estudié más y obtuve una ‘A’.

Entonces, ¿experimentaste un cambio radical, como le ocurre al protagonista de tu novela, Joe Walsh?
Algo parecido, sí. Poco a poco empecé a mejorar resultados en los estudios y a pensar en ir al ‘college’… De pronto me interesaban la física, los átomos, la cuántica, y otras cuestiones. Mi mente empezó a abrirse. Mi pasado seguía pesándome mucho, porque mi hermano seguía en la cárcel, y sentía todavía mucha rabia, pero empecé a hacer fotografías, en la clase de arte me animaron, y todos esos sentimientos de amargura, rabia, enfado, tristeza, pude volcarlos en hacer algo positivo. Le debo mucho al padre Peter.

El barrio de Chicago donde tú creciste, ¿se parece al que describes en tu novela?
Me he inspirado mucho en él, el Far North Side, sí, era un sitio precioso lleno de vida y carácter. Nunca entendí la lucha entre razas porque mi familia era una mezcla: mis dos hermanas son negras, fueron adoptadas, y para mí no había diferencia entre mis tres hermanos de sangre, blancos, y ellas. Fui muy afortunado de crecer en ese entorno, un mundo multirracial con vecinos negros, filipinos, mejicanos, rumanos, asirios, irlandeses, italianos… cualquier raza cabía allí. Mirando hacia atrás me doy cuenta de que fui un privilegiado, y a veces echo en falta esa experiencia.

Tú has nacido en Chicago y vives allí. ¿Sigue habiendo ese clima de violencia callejera que nos pintan las películas?
Las películas están basadas en la realidad, desde luego. Chicago es la tercera ciudad más grande de Estados Unidos. El crimen en Los Ángeles y en Nueva York ha descendido drásticamente; en Chicago también, pero en menor escala. Creo que una de las razones es porque hay una gran segregación en Chicago, los barrios están muy segregados, grandes partes de la ciudad son negras, portorriqueñas, mejicanas… Allí no se da esa mezcla que tú ves en Nueva York, por ejemplo, esa gran diversidad y esa apertura para que los jóvenes profesionales de cualquier origen puedan progresar.

Las guerras entre pandillas legendarias, ¿continúan activas?
Muchas de las pandillas callejeras, de las bandas que nacieron en los 60, siguen existiendo en Chicago. La guerra entre los Black Stones y los Gangster Disciples lleva viva desde hace 50 o 60 años; y entre los Spanish Cobras y los Latin Kings… Y no parece que vayan a parar. Las bandas callejeras modernas nacieron en el sur y en el oeste de Chicago. Ese legado es muy poderoso. El principal problema es que en Chicago hay áreas extremadamente pobres aún hoy, donde hay mucha desesperanza, y en ellas perviven las luchas entre barrios. No ha cambiado mucho.

Quieres decir que esas familias han vivido durante generaciones allí, en medio de esas guerras callejeras.
Sí, las mismas familias han vivido en esos barrios por muchos años. Hay mucho dolor viejo acumulado. Tíos, padres, abuelos, hermanos, han sido asesinados así que es duro para un niño que crece allí no caer en esas peleas. Crecen rodeados de violencia, están enfadados, y cuando son adolescentes devuelven ese dolor, porque ya han perdido a un ser querido. Son viejas historias y nada está cambiando. Incluso se ha hecho más complejo en estos últimos años. La vieja guerra no ha terminado. El crimen se ha reducido a la mitad en Chicago, pero todavía se dan cientos de asesinatos cada año, el doble que en Nueva York que, sin embargo, es dos veces más grande que Chicago. Por eso es tan dramático.

Ese es el lado oscuro de Chicago. ¿Y cuál es la cara luminosa de esa ciudad tan retratada en las películas de gangsters?
Los deportes, sin duda, y los movimientos artísticos y culturales. Tenemos una gran tradición de béisbol en Chicago, con dos grandes equipos, pocas ciudades pueden ostentar de ello. Y luego están los Chicago Bulls, que han sido legendarios en el baloncesto, Michael Jordan los llevó a lo más alto. Cualquier deporte ha dado muy buenos equipos en Chicago. Por otro lado, el arte y la cultura, que son fantásticos. El teatro, por ejemplo, es todo un fenómeno allí, tenemos dos de los mejores teatros del país. También el movimiento contracultural es muy potente. Muchos jóvenes viven en edificios abandonados y hacen unas pinturas muy extrañas y también música. Me divierte mucho todo ese caldo cultural en el que yo he crecido también.

• Próximo día, la tercera y última parte: su pasión por correr el encierro

Ver primera parte.

Letras de Itxaso Recondo y fotografía de Mikel Ciáurriz.

Bill Hillman en el callejón de la plaza de toros de Pamplona. Cerca de donde sufrió la cornada. Foto Mikel Ciaurriz

Esta es la historia de Bill Hillmann

Bill Hillmann se crió en un duro barrio de Chicago. Estudiar física, el boxeo profesional, la literatura y los encierros… lo salvaron.

Primera parte (de tres). Leer segunda parte.

-Letras de Itxaso Recondo y fotografía de Mikel Ciáurriz-

“Un corredor norteamericano, co-autor de un libro sobre cómo sobrevivir a los toros de Pamplona, herido por asta de toro”. Este titular dio la vuelta al mundo. El corredor no era otro que Bill Hillmann. Bromas aparte, sobrevivió. En aquel momento lo entrevistamos en el hospital, a pie de cama. Contamos la historia que sucedió entre él y Mikel Ciáurriz, fotógrafo de sanfermin.com. Hemos querido conocer más a Bill Hillmann, su faceta de escritor, su experiencia vital… y esa pasión que siente por los encierros. Y la mejor manera de hacerlo es a través de su novela, “The Old Neighborhood”, para la que se ha basado en su propia vida.

Publicada este mismo año en Estados Unidos, ha obtenido excelentes críticas. Hace unos días, el famoso escritor británico Irvine Welsh decía acerca de ella en la prestigiosa revista Jot Down: “En el nuevo milenio, sólo he estado interesado por dos libros, el primero es ‘The Old Neighborhood’, de Bill Hillmann…”. Pronto la podremos leer también en español. Mientras, Hillmann nos cuenta qué le llevó a escribirla.

Old Neightborhood BillHillmann
Best Newbook 2014 by Chicago Sun-Times. Editorial Courtside Explendor 2014

El protagonista de tu novela es Joe Walsh, un adolescente sensible que crece en un mundo sórdido y violento, entre pandillas callejeras que se lo juegan todo. ¿Hay algo de ti en ese personaje?

Joe se parece mucho a mí cuando yo era un niño. Le suceden cosas parecidas y crece en una familia similar a la mía, que vive en el mismo barrio. Pero mi vida no ha sido tan dura como la suya. Mi sensibilidad está en él, y también mis sentimientos, mi lucha por mejorar y por tratar de superar las dificultades. Aunque somos distintos, probablemente él tiene mi esperanza y mi corazón.

Has crecido en la ciudad de Chicago, en un entorno parecido al que relatas en la novela. ¿Has perdido a alguien importante en tu vida, como le ocurre al protagonista?

Sí, claro. A parte de la pérdida de mi abuelo, a quien yo quería mucho, la que más me impactó fue la muerte del mejor amigo de mi hermano: lo mataron los miembros de una pandilla callejera, de un tiro en la cabeza. Él era un artista, un músico, un líder carismático y una buena persona, que agrupó a un montón de jóvenes que, como mi hermano, andaban un poco perdidos en la escuela, y les influyó de forma muy positiva.

Bill Hillman en Baluarte de El Redín en Pamplona. Imagen, Mikel Ciáurriz.
Bill Hillman en Baluarte de El Redín en Pamplona. Imagen, Mikel Ciaurriz.

¿Qué edad tenías entonces?

Yo tendría unos 9 o 10 años. Fue una época extraña para mí porque me preocupaba mucho de mi hermano, que iba con una pandilla callejera, y temía que lo mataran, o que él matara a alguien. Como muchos otros niños, era testigo de cómo mi propio hermano participaba en esas guerras callejeras, porque me contaba lo que habían hecho, cosas terribles. Para mí fue una época dura, no sabía nada acerca de la muerte, porque era muy crío, pero vivía con la tensión de que mi hermano podía morir en cualquier momento.

¿De qué modo impactó eso en tu vida posterior? ¿Viviste una adolescencia difícil?

Sin duda tuvo mucho impacto en mí y supuso un gran trauma. Porque los niños no suelen estar expuestos a este tipo de emociones, y cuando ocurre es terrible, y luego eso los persigue hasta su vida adulta. Todas esas emociones bullían dentro de mí de adolescente, y me metía en muchos líos, fue una época triste. También perdí en cierto modo a uno de mis hermanos, el mayor, porque lo encarcelaron por robo a mano armada esa misma época. Me relacionaba con él sabiendo que era como dos personas diferentes, el que me sonreía y era majo conmigo, y el que actuaba cuando no estaba conmigo, que robaba, disparaba, y hacía cosas horribles a la gente, hasta que lo metieron en la cárcel… Fue traumático.

«Como muchos otros niños, yo era testigo de cómo mi propio hermano participaba en esas guerras callejeras, y temía por su vida»

Bill Hillmann junto al revellín de la Catedral de Pamplona. Imagen: Mikel Ciáurriz
Bill Hillman junto al revellín de la Catedral de Pamplona. Imagen: Mikel Ciaurriz

Entonces, ¿tu hermano era un tipo temido en el barrio, un líder pandillero?

Sí. La gente me decía: “Tu hermano es un tipo horrible, es malo, nos da miedo… tú eres un Hillmann, y eres como él”. Todo el mundo en el barrio lo temía. Eso me dolía y me enfadaba mucho. Yo lo defendía porque era mi hermano, y le quería. Así que acabé atraído por esa violencia callejera, empecé a meterme en líos. Eso me separó de una parte del vecindario que era muy positiva para mí. Yo no era como mi hermano, pero tampoco iba a pedir perdón por ser su hermano, y corté con esos niños. La mayoría de los niños son buenos, pero a veces la situación que viven los empuja a hacer daño. Sigue pasando hoy en Chicago, miles de niños se están perdiendo, enrolándose en pandillas criminales, pueden ser niños muy sensibles, inteligentes, que podrían hacer algo positivo para el mundo… pero esa oscuridad es muy potente allí y los arrastra.

En la novela, la carta que escribe desde la cárcel Pat a su hermano pequeño resulta conmovedora. ¿Qué significado tiene para ti?

¿Esa carta? En la cárcel, Pat está forzado a ver lo que puede pasarle a Joe en la calle. Pero empieza a darse cuenta de que no quiere eso para su hermano pequeño. El libro trata también del ciclo de la violencia: en el fondo, todo el mundo quiere romperlo, no seguir en lo mismo… pero no saben cómo. Pat lo rompe. El chico más temido del barrio, desde la cárcel, muestra compasión por su hermano y lo libera de ese círculo maldito. En el fondo, trata sobre la compasión. Las pandillas necesitan reclutar nuevos miembros, si no, desaparecen, y los mayores atraen a los más jóvenes, por eso continúan existiendo. A través de esa carta me gustaría abrir una posibilidad de cambio para romper el ciclo de violencia.

«Esta es la historia de un padre que no es perfecto, con muchos problemas y dilemas, pero que lucha por ser un buen padre»

Entre todos los personajes de tu novela, ¿cuál te inspira más amor?

El padre, sin duda. Cuando empecé a escribir el libro me di cuenta de que estaba escribiendo una historia sobre un padre, un padre que no era perfecto, con muchos problemas y dilemas, pero que luchaba mucho por ser un buen padre. Y le costó años entender, cambiar y superarse. Quería contar la historia de ese progreso, cómo evolucionaba a la par que sus hijos crecían. Sentí que ésa era la historia más importante dentro del libro.

Tu propio padre tiene una historia de novela. Fue el líder de una pandilla muy temida en Chicago, aunque luego se salió. ¿Cómo consiguió escapar de ello y formar una familia?

No escapó, y eso es extraño. Se quedó viviendo en el mismo barrio en donde él había peleado tanto de joven y había atacado de forma brutal a otras personas. Pudo seguir mirando a la cara de la gente, y si hablaban mal de él no le importaba, estaba demasiado ocupado trabajando para alimentar a sus seis hijos. Poco a poco fue cambiando, en la medida en que amaba a sus hijos, su determinación por tener una familia honorable lo fue transformando, pero huyó de su pasado.

¿Y qué personaje se te ha resistido más a la hora de darle vida?

Quizás el hermano policía, porque ser policía es un trabajo muy duro, están tan torturados por su trabajo, les cuesta desconectar de esa relación antagonista con el mundo. Tenía que demostrar que estaba en lo cierto, porque la policía conoce qué pasa en una ciudad mejor que nadie, y suelen tender a odiar la ciudad donde viven porque la conocen muy bien. Su punto de vista es muy valioso, aunque sea incómodo. Si quieres conocer bien una ciudad, debes conocer el punto de vista de quienes más la odian, porque probablemente la conocen muy bien.

¿Qué has aprendido en tu época como pandillero en las peleas callejeras, y que ahora te puede servir cuando corres los encierros con los toros?

¡Ahhh… buena pregunta! Podría hablar largo y tendido sobre esto. Lo primero que me viene a la mente es que en una pelea callejera debes estar muy presente en ese momento, no te puedes despistar ni perder detalle de lo que ocurre a tu alrededor porque te pueden hacer daño. En el encierro con los toros es lo mismo, debes estar muy atento a lo que sucede delante tuya, detrás, a los lados… si alguien se ha resbalado, porque eso puede significar que otros se caigan, que tú tropieces y también caigas… y entonces tengas que saltar: además, los animales llegan por detrás, los tienes que oír, saber si han enganchado a alguien, observar sus gestos, prever qué harán… Es muy difícil aprender todo esto, yo sigo aprendiendo cada vez que corro.

«Confié demasiado en los demás corredores,

creí que todos estaban ocupándose de que el toro volviera a la manada,

pero me equivoqué»

Este año te pilló el toro. ¿Te perdiste algún detalle?

En parte, una de las razones por las que me pilló el toro es porque confié demasiado en los demás corredores, confié en que todo el mundo estaba en lo mismo, ocupándonos del toro que andaba suelto de la manada para conducirlo hacia el callejón, pero me equivoqué. Había gente que no se movía, que se quedó quieta. Aprendí que no puedes confiar, lo mismo que en la calle.

Primera parte (de tres). Leer segunda parte.

Letras de Itxaso Recondo y fotografía de Mikel Ciáurriz.

Imagen Javier Martínez de la Puente

“Ha habido mucho rock&roll en la Cuesta”

Imagen, Javier Martínez de la Puente

Carmelo Buttini, un pura raza del encierro, corre todos los días desde hace 34 años.

Le llamaban el Marqués de la Estafeta pero su título corre peligro porque desde hace cuatro años se ha cambiado de tramo en el encierro. Ahora experimenta en la Cuesta de Santo Domingo esa tensión que tanto le ‘pone’. Carmelo Buttini (Pamplona, 1967) es un sanferminero denominación de origen, lo que aquí llamamos con cariño ‘un enfermo de los encierros’.

A los 12 años ya empezó corriendo el encierro tkiki y en su currículum figuran cientos de encierros durante 34 años. No se pierde ni uno de los de Pamplona, “la Champions”, pero también corre en Tafalla, Sangüesa, Castellón, Alquerías, Vall d’Usó, Almazora… Me he acercado a su librería, La Casa del Libro, un establecimiento emblemático situado en el centro de la calle Estafeta. Quiero conocer de primera mano cómo es el ‘oficio’ de corredor del encierro.

¿Tiene algún libro en inglés?, pregunta una descomunal rubia con acento extranjero. Carmelo me propone que hablemos mientras atiende pero en un minuto aquello se llena de gente en busca de la prensa del día y nos vamos a un rinconcito más tranquilo, entre estanterías con libros. Son las 11 de la mañana, Carmelo acaba de almorzar con sus compañeros de encierro. Pero yo sé que lleva muchas horas despierto.

¿Cómo es un día de Sanfermines para ti?
Vengo a las 4 de la mañana a trabajar. Reparto la prensa por esta zona del casco antiguo. A esas horas está esto lleno de gente. Termino a las 6, vengo a la librería, y me cambio de ropa aunque vaya de blanco: me pongo una camisa blanca de manga larga, que me remango un poco, un pantalón blanco y las zapatillas de correr el encierro. Sin pañuelo ni faja. A las 6:45 ya estoy en la Cuesta de Santo Domingo preparado para el encierro. Corro y vuelvo al trabajo, para hacer el segundo reparto, y cuando lo termino, hacia las 10, me voy a almorzar con mis amigos.

¿Cuántas camisas tienes para correr el encierro?
Cuatro, dos con el escudo de San Fermín bordado y otras dos con el de la peña Anaitasuna. El pañuelo también es del Anaitasuna, y me gusta llevarlo bien colocado. Cuando termino de correr, vengo a la tienda, me cambio y si he hecho una buena carrera, al día siguiente repito el mismo atuendo, si no, me pongo otra camisa y otro pantalón.

Cuéntanos cómo has vivido el encierro de esta mañana.
Los toros han subido bien, derrotando, pero se ha podido correr, no ha habido mucho rock and roll como estos días atrás. Han pasado cerquita… Yo corro donde el muro y, por mucho que te apartes, siempre te pasan. Tienes que vigilarlos porque sólo tienes dos opciones: quedarte de pie o, cuando vienen pegados a la pared, tirarte al suelo, que te pasen por encima y acabar con algún golpe o heridas. Yo estoy muy marcado, ¿ves? (Me enseña una cicatriz de unos 25 cm. en su brazo). Es lo que hay.

¿Te han pillado muchas veces?
Lo que se dice pillar, una vez, en Tafalla, hace años.

¿Conoces a Bill Hillmann, el americano que fue corneado en estas fiestas?
Los que corremos en la cuesta nos conocemos todos. Entre los heridos de este año conozco a Bill, también a Mariano, que fue cogido en la cuesta, y al que se rompió la cadera también.

¿Hay una especial camaradería entre vosotros?
Sí. Los que vienen de fuera normalmente suelen correr en la calle Estafeta, así que al final en Santo Domingo, los cincuenta o sesenta que corremos allí nos conocemos de toda la vida. También los voluntarios de la Cruz Roja en ese tramo –entre ellos, dos veteranos corredores, Josetxo y Antonio– saben quiénes somos cada uno y si ocurre algo enseguida nos enteramos de quién se trata.

¿Qué hace especial el tramo de Santo Domingo?
Hay un silencio muy bonito, que en Estafeta no se da, y que crea una tensión difícil de explicar.

Desde que llegas, a las 6:45, hasta las 8, ¿qué haces allí?
Siempre voy con mi colega ‘el Bou’, un amigo catalán con el que paso todas las fiestas. Lo llamo ‘el Bou Adarra’ (‘bou’ significa toro en catalán y ‘adarra’, viejo en euskera), es decir, ‘toro viejo’. Si hay poca gente, subimos y bajamos. Si no, nos quedamos abajo del todo e intentamos rascar la pared para mimetizarnos en el ambiente.

¿Sueles tener nervios antes de correr?
Siempre, y si no los tengo, mala señal. No es pánico, sino un miedo controlado. Cuando terminas la carrera te abrazas a los compañeros. Si ha ido bien y un compañero ha caído, intentas hacer un cordón alrededor para evitar que los mansos lo pisen mientras llegan los de urgencias… Es muy bonito.

Has corrido tantos encierros pero ¿cada día es diferente?
Sí, todos los encierros son especiales. La tensión que se vive en Santo Domingo es una pasada. El frío que sientes… no sé si debido a la hora temprana o fruto de los nervios. A mí me dicen que durante esa hora antes del encierro, me cambia la cara, que se me pone blanca y rígida, cuando yo suele sonreír y bromear mucho.

¿Cómo habéis vivido el encierro de hoy?
Nos hemos reído en la cuesta porque ha ido tranquilo, después de todos estos días que los toros nos han dado estopa. Solemos decir “hoy tenemos rock and roll”, cuando corres con un toro a cada lado.

Y la víspera del encierro, ¿te preparas de algún modo?
No suelo cenar y al día siguiente no desayuno ni tomo nada, ni siquiera agua, hasta que no pasa el encierro. En el 2008 un toro me corneó el ano y me atravesó la vejiga: gracias a que no había bebido nada, la vejiga estaba comprimida y no explotó. Me libré de chiripa de llevar una bolsa para siempre. La doctora que me operó me lo explicó y desde entonces sigo esa rutina. Ah, y voy al baño varias veces… Un amigo mío suele decir “Carmelo está en el baño, cumpliendo la tradición”.

¿Qué es eso tan fuerte que sientes durante la carrera?
Es algo indescriptible, como un subidón. Al principio, siento miedo, porque en la cuesta ves la línea de salida y el cohete cuando lo tiran. Estamos saltando, y ahí todo el mundo grita “venga, venga, vamos, a correr”. Los corredores más altos avisan “toro por la derecha, toro por la izquierda”. Y si ves que dos compañeros tuyos con experiencia se tiran al suelo, malo, significa que el toro va raspando. Entonces te tiras al suelo y esperas a que te pasen por encima.

¿Consigues oír esas voces?
Ya lo creo, puedes oír a tus 50 compañeros en cuanto prenden la mecha.

¿Hay alguna mujer entre vosotros?
Sí que las hay, pero no son de Pamplona, alguna americana… Isabel Solefont es una joven que a veces corre en la cuesta, su padre también es corredor, creo que son de Barcelona, es una chica morena, delgadita… corre muy bien. Yo admiro mucho a las mujeres que corren el encierro, sobre todo en ese tramo.

Y a los toros, ¿se les oye bramar?
Se oye de todo, sus bramidos, los cencerros, las pisadas… podría parecer que son elefantes. Hoy nos hemos apartado y aún así han pasado casi rozándonos. En caso de peligro, a mí me gusta tirarme al suelo, porque si vas muy apurado te puede arrastrar hasta el ayuntamiento colgando de los cuernos.

Superado el momento de tensión, ¿qué hacéis?
Primero te abrazas a tus compañeros y sientes mucha alegría. Después, noto que se me “cae” le estómago y siento un hambre feroz.

¿Se nota diferencia al correr en distintos tramos?
Mucha, porque el pavimento cambia. En Estafeta tenemos adoquín mientras que en la cuesta es casi asfalto, y resbala.

¿A qué corredores admiras por su estilo al correr?
Del encierro de Pamplona me gustan muchos, como Dani Oteiza, Pitu (Fermín Barón), Belloso, Patxi Ciganda… Son muy buenos.

¿Qué destacarías en ellos?
Las piernas que tienen, se pegan unos carrerones… Ahora está entrando gente joven muy buena, algunos son hijos de estos veteranos. Pero hay algunos de bastante edad. Antesdeayer se retiró uno con setenta y cinco años, que ha corrido toda la vida, pero tras el encierro de ayer, en el que hubo zapatilla y la gente volaba por los aires, decidió dejarlo. Hay gente con sesenta y tantos años que todavía corre muy bien.

¿Ha cambiado algo con la nueva línea roja?
Sí, abajo ha cambiado la forma de correr con la famosa línea roja que han pintado este año. La gente no baja y entones los toros tienen más visión y suben derrotando, abiertos, no en embudo como sucedía antes. Ojalá me equivoque, pero me temo que habrá más de un disgusto en la cuesta.

¿Se debería controlar el número de gente?
No, que corra quien quiera, siempre que respete las reglas. Hay que multar al que agarra al toro, al que pega un codazo, al que va con chancletas, con mochila… Pero no puedes limitarlo. Me fastidiaría que no me dejaran correr en otros sitios.

De pronto me doy cuenta de que no estoy en la Cuesta de Santo Domingo sino en la Casa del Libro. Carmelo me ha hipnotizado con sus vivencias sanfermineras. Su agenda sigue repleta: después de cerrar la librería, come con 80 personas que han venido desde Castellón. “Ellos nos tratan fenomenal allí y nos gusta agasajarles como merecen”. Luego irá a los toros, con su inseparable amigo, ‘el Bou’, y la peña Anaitasuna. Esta tarde le tocan palos, esto es, levantar la pancarta, y mañana de madrugada servirá bebidas en la peña. Así que el último encierro, con los temidos Miura, lo correrá con el cuerpo agotado. Pero él es incombustible y, salvo la hora antes de correr, seguirá sonriendo.